El día en que lo iban a matar Yokeem reflexionaba sentado en un banco a la orilla del mar sobre sus lejanos 16 años. Sin duda había sido una época feliz, sin duda. Los días comenzaban mucho más temprano y el sol no se ponía por las noches. La gente, ¡ay! Eran personas nuevas a las que conocer que seguro tendrían cosas nuevas que ofrecerle, amistades en potencia, descubrimientos, mundos inexplorados. Ahora su boca se torcía en un gesto amargamente irónico. Si hubiese sabido lo que iba a pasar casi todos esos "mundos" habría puesto rumbo a algún anillo exterior deshabitado de la galaxia, donde hacer cierto aquello de "mejor sólo..."

Yokeem repasaba sus conceptos originales sobre la vida, sobre el amor, sobre la amistad. ¡Qué iluso y que grande a la vez había sido! Iluso porque un poco de experiencia le habría dicho que se bajase de la nube y empezase a caminar por la tierra, grande porque aquellos sueños fueron únicos e irrepetibles, llenando cualquier día triste de una luz que hacía años que sus ojos ciegos no veían. La vida no era un bloc cuadriculado, sino una golondrina en movimiento que no volvía a ningún nido del pasado (perdón por el plagio, Joaquín). El amor era uno más uno, sin equis ni íes indefinidas. Lo malo, le susurraba el maldito viento sincero, fue descubrir que era un abstracto, un concepto sin pies ni cabeza, una palabra escrita en un libro que siempre fue más hermoso que la realidad. Lo triste, asentía por inercia desganado, era comprar en las rebajas un retal de convicciones y ver que las ratas le han agujereado hasta el alma, con un clic gastado como el de la pistola que en ese instante se sostenía entre sus ojos.

El día en que lo iba a matar, Dante vió a Yokeem sentado en un mustio banco de madera. En el fondo no quería, pero era necesario. No podían seguir conviviendo. Yokeem lo arrastraba hacia un abismo, Dante quería nadar aunque fuese a contracorriente. Desde que él había aparecido nada había sido igual. La luna seguía alterándolo de día. La larga marcha de la vida cada vez se hacía más pesada y ya iba por el segundo aviso. La ilusión estaba muerta, la vida estaba muerta, el amor estaba muerto. ¿Qué motivos tenía entonces? Que siempre tenía razón. Él lo avisaba una y otra vez, pero la estupidez de Dante lo hacía volver a tropezarse, pensando que quizás ahora la roca se movería del sitio por su propia voluntad. Yokeem parecía no percatarse de su presencia, factor que aprovechó para encañonarlo con una pequeña pistola gris.

Yokeem irguió la mirada y se encontró viendo unos ojos tristes, un reflejo de sí mismo, menos reflexivo, más soñadores e infinitamente más decepcionados.
Dante bajó la mirada y se encontró observando unos ojos viejos, gastados de tanto observar el tiempo y sus vaivenes, mucho más pausados que los suyos e infinitamente más resignados.

El cruce de miradas les permitió ver bajo los rayos del sol unos finos hilos que salían de sus cuerpos, dándoles el aspecto de unas marionetas cruzadas en un baile de cuerdas. "Gris". Meros muñecos de Gris. Cada cual a su modo, pero sin poder decidir sobre sus destinos. Fue entonces cuando Dante tiró la pistola al mar y se sento junto a Yokeem, acompañando su mirada perpleja con una sonrisa descafeinada. Si las cosas acababan así algún día por lo menos ese hijo de puta tendría que mancharse las manos.

Otra vez, otro momento. Pero un atardecer es suficiente para teñir de rojo el gris más oscuro.

0 Matices precisos: